ASIMETRÍAS

 

Omar, Diego y yo salimos en auto para pasar un fin de semana cazando. Debimos desviarnos por el centro de Buenos Aires, para buscar a Laino que estaba en su oficina. Era viernes al mediodía. Sólo algunos privilegiados, entre ellos él, podían abandonar sus trabajos a esa hora.

Paramos frente al imponente edificio de la multinacional y arriesgándonos a una multa esperamos hasta que nuestro amigo apareció en la puerta. Lo vimos aproximarse acompañado por su exuberante secretaria quien  cargaba un enorme bolso deportivo.

Luego de una despedida cariñosa, dejó el bolso en el baúl y subió al auto saludando con un seco:

— ¡Hola!

Laino siempre había despertado asombro y admiración por vivir al filo de los límites. Toda su vida era una sucesión de hechos insólitos y audaces. Muchos lo envidian, sobre todo cuando de mujeres o negocios se trata.

— ¡¿Cuándo tendré algo así?! —suspiró Omar. refiriéndose a la secretaria— aunque sea para que me lleve el bolso.

Laino lo miró enigmáticamente —¿Traen las escopetas? No voy a perdonar  un solo pato— dijo con dureza.

Fue lo  último que habló en las tres horas que tardamos en llegar a destino. Normalmente él es quién acorta el viaje con sus divertidas historias, siempre verdaderas.  Sin duda pertenecía a ese exclusivo grupo al que le suceden  cosas dignas de contar.

Después de pasar por Cacharí comenzaba un camino de tierra bordeados de zanjones y lagunas. Ya estábamos en zona de caza por lo que cargamos las escopetas y las alistamos dejando que sus cañones asomaran por las ventanillas.

Llevábamos recorridos unos 5 kilómetros cuando una bandada de patos, asustados por el ruido del motor, levantó vuelo a nuestro costado. Iban a la misma velocidad que el auto. Laino sin decir nada disparó y tres de ellos cayeron al agua a unos diez metros de la orilla.

— No tenemos los perros, no podremos sacarlos del agua—  me dije mientras lo veía bajar del vehículo.

Vistiendo un traje de la mejor marca, corbata al tono y mocasines italianos estiró su metro ochenta y cinco y dejó la escopeta en mis manos. Comenzó a caminar hacia la orilla y se fue internando en la laguna hasta que el agua le llegó al pecho. Esta acción absurda no nos asombró, cosas así eran habituales en él. Alcanzó las tres aves que flotaban entre algunos juncos y volvió hacia la orilla. Su cara tenía la extraña expresión anterior, pero más acentuada. Me pareció que ahogaba un sollozo.

Los demás, en silencio, nos miramos sin comprender.

—Pero… ¿Qué te pasa?—  preguntó finalmente Omar.

Con su ropa chorreando agua, se sentó cerca de la orilla, y después de unos segundos habló:—Se los cuento porque son mis mejores amigos y si piensan que estoy loco por favor no lo digan: Esto comenzó hace unos días. Ustedes saben que a mí no me asusta casi nada. Sin embargo tengo miedo, mucho miedo. Me está pasando algo que es imposible de comprender— Su voz sonaba como si cada palabra saliera de ella después de un proceso de parto— La semana anterior me llevé un susto muy grande cuando el ascensor del edificio donde trabajo cayó en caída libre desde el piso 56. Comenzó a frenar en el 15 y finalmente se detuvo en el tercero. Después de eso empecé a sentirme raro. Por momentos me parecía flotar en el aire, luego esa sensación fue desapareciendo y en un par de días me olvidé por completo del accidente—¿Vieron a mi secretaria?— agregó.

— ¡Sí!— respondimos con entusiasmo.

—Hace unos días miraba distraído a través del vidrio de mi oficina, entró y se apoyó en el marco de la ventana. Cuando vi en el vidrio que la imagen reflejada correspondía a una mujer por lo menos diez años mayor. Sonreía, igual que la Laura real, hablaba como ella y sus gestos se reproducían en sincronismo pero su edad era otra .¡Lo que veía  me abrumó como si sintiera sobre mí el peso de una enorme piedra!. Me atacó un temblor que no podía controlar, transpiraba y el sudor mojaba mi camisa, todo comenzó a darme vueltas. Laura debe haber pensado que algo grave me pasaba, no sé qué preguntó y tampoco qué  le respondí.

Cuando se fue, me toqué la frente, estaba helada.

Media hora después traté de mirar mi imagen reflejada y con sorpresa comprobé que no podía verla, no estaba. Cambié varias veces de posición y el resultado fue el mismo. Corrí al baño y al enfrentar al espejo no vi a nadie. Después de un rato entró el gerente— ¿Laino, se siente bien?— Su figura no se reflejaba en el vidrio de la ventana. Logré serenarme un poco, lo suficiente como para inventar cualquier excusa. Creo que lo convencí de que lo mío no era grave — ¡No dude en consultar al médico de la empresa!— dijo al salir. Durante el día fueron entrando algunos empleados, sus figuras reflejadas parecían más viejas o, en algunos casos, no aparecían. Salí de la oficina y, aterrado, tomé un taxi para volver a mi departamento.

Al entrar al edificio me encontré con una vecina muy joven y sus dos hijitos

—¡Buen día Laino! Me saludó con alegría.

Cuando iba a contestar, pude ver que el espejo de la entrada la reflejaba como a una mujer madura junto a muchacho de unos quince años, pero faltaba el otro hijo.

Sólo después, cuando me quedé solo, comencé a darme cuenta de que en el vidrio aparecía  la persona pero como si tuviera diez años más. Si embargo lo peor  fue cuando descubrí que si no había imagen era porque antes de diez años estarían muertos ¿Se dan cuenta? ¡Yo puedo saber quienes van a morir, por eso tampoco aparecía yo! Eso significa que no llegaré a cumplir cuarenta y cinco.

Nunca lo vi tan agobiado, su aspecto era conmovedor, permanecimos en silencio esperando oír el resto de su historia.

— Yo, que vivo el presente como quien bebe la copa hasta la última gota, de una forma incomprensible puedo ver el futuro. Es muy penoso saberlo. No puedo acercarme a ninguna superficie que refleje algo— dijo con voz temblorosa.

Tratábamos de asimilar el relato, Diego reaccionó primero y preguntó:

— ¿Por qué llorabas al salir del agua?

— Porque cuando volvía hacia la orilla, el agua reflejaba el auto, la costa, los árboles, todo…menos la imagen de ustedes tres.

                                                                             Hugo Portillo

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