LA NIÑA DE CHUQUISACA

Clip_54

Autor: Alejandro Ramón

Envuelta en el aire aún sofocante le pareció que los árboles temblaban, que flotaban en la noche clara. A la distancia ladraba un perro con poca vehemencia. Caminó hacia su alcoba haciendo crepitar la hojarasca sobre la luna que yacía tendida en el piso de la galería. Su cuerpo pequeño y delgado se movía con garbo. En su cara se advertían ciertas marcas que no eran las que deja el tiempo, sino las de la vida contrariada.

Entrecerró los ojos haciendo un esfuerzo supremo. Trataba de reconocer lo que ella sabía que estaba allí aunque la única señal identificable de esa presencia fuese el vello erizado de sus antebrazos y la sensación íntima que solía sentir cuando se le acercaba, solo que ahora emanaba de una realidad distinta. Era una especie de premonición que le infundía sosiego y a la vez confusión. Apartó la vista de las fauces oscuras del cuarto procurando concentrarse en su propio centro. De soslayo vislumbró algo, quizás solo lo intuyese. Vagamente desconcertada pensó que nada ni nadie que no fuese él podía ser capaz de invadirla de tal forma, y lo que hasta ahora fuera levemente amenazador, se tornó agradable.

Sin que pudiese explicarlo llegaron a su recuerdo la serenidad augusta de las quebradas, los pequeños arroyos, el letal silencio apenas contaminado por el silbo del viento y aquella mañana de cobre y plata derramada sobre los cerros de Chuquisaca, cuando la mandaron buscar. Para ella, que se hallaba de rehén en el convento, ofrendada por su viuda madre al Señor, era incomprensible. Soñaba que pasaría la vida entre esas paredes sin que nadie la rescatase, sueños que siempre terminaban en despertares angustiantes y brutales.

Demasiado débil para mantenerse en pie, quitó sus ropas a oscuras y se acostó en camisón y prendas íntimas, invadida por una especie de vaciedad que inundaba todo cuanto la rodeaba, absolutamente distinta a la pesadumbre que solía embargarla. Entrecerró los ojos y comenzó a hablarle con una voz surgida no de la garganta sino de esa parte impalpable y recóndita donde se aloja la memoria y quizás el alma.

Me has vuelto a inquietar como el primer día en que nos acostamos en esa cama alta, tan alta que debiste ayudarme a subir —murmuró. —¿No lo habrás olvidado, verdad?

El calor abrazaba sus mejillas. Imaginando que se había sonrojado se arrebujó contra el pecho desnudo del coronel. Esta vez no se asombró ni rechazó la lengua cuando él comenzó a hacerla jugar con la suya. ¿Sería ese el encuentro tan apasionadamente esperado?

El coronel la desnudaba. No estaba dispuesta a negarse, ni a despegar su boca de la de él. Le acariciaba el cabello y la besaba en el cuello. Nunca antes había hecho algo así. ¿También estaría desnudo? se preguntó. Explorando con la rodilla comprobó que sí lo estaba al rozar con ella su miembro erecto. Creyó perder el sentido pero se sobrepuso, no abandonaría ese placer tan intenso y desconocido. La cara del coronel se perdió entre los senos. Qué clase de magia oculta poseían sus labios, qué don tenían sus manos que le arrancaban lamentaciones de las entrañas.

Te amo, coronel de mi corazón, no me dejes —imploró a su oído.

Cuando principió a acariciarle los muslos apretó uno contra otro. Qué pretendía de ella ese verdugo, se preguntó con la mente embotada. Pero las manos caminaron, se metieron entre ellos hasta llegar a…

Dónde habían quedado el confesor y las amenazas seculares. Ya no importaba, y sin acordarse de lo que siempre dijeron que debía recordar, extendió la suya sobre su vientre y lo recorrió. Por primera vez se animaba, por primera vez tocaba el sexo duro y caliente de su hombre. Entregada a ese impulso vigoroso, enceguecedor, irrefrenable, encogió las piernas y las separó. Pero el coronel no tenía prisa, seguía con su devastador plan. ¿Acaso no estaba entregada? Qué más pretendía conseguir con tanta y desconocida meticulosidad. Hasta cuándo continuaría ese dulce tormento. Cuánto más podría resistir sin desmayarse.

Sí, mi coronel, sí.

Al sentirlo dentro de ella comprendió que los machos deberían demostrar su condición dando placer, no dolor. Se preguntó si era ese el goce por el que había esperado una vida.

El coronel se movía suave. Ella descubría. El coronel acechaba. Ella se estremecía. El coronel apuró. Ella clavó sus uñas. El coronel besó y mordió. El cuerpo de ella respondió con un grito que arrancó de sí mismo, con la garganta espantosamente abierta, como queriendo devorarse la luna y el aire.

La noche, que había avanzado traspasada por la música de las cigarras, vio pasar a la negra Teresa como una gata negra.

Está bien su merced —preguntó desde el otro lado de la puerta.

Sí, Teresa, ha sido una pesadilla —respondió aún agitada.

Después de recuperar el resuello volvió a hablarle.

Coronel, mi coronel… Desde que te fuiste a la guerra he comenzado a ver a Lima como un sitio en ruinas envuelto en un aura de frivolidad. Las mujeres marchan por las calles riendo con sus risas estúpidas, infantiles, sin delicadeza. Llevan sus ojos tan cargados de malicia que a veces me acomete el impulso de saltarles al cuello. —Se interrumpió como haciendo memoria y prosiguió: —Cuentan que en Junín cargaste con tú caballo y tú lanza como una fiera. Qué orgullo tan triste. Me duele no haber podido ayudarte a pasar los trabajos que habrás tenido, de no haberte acompañado en el momento más crucial de tu vida.

Enmudeció como si hubiese sentido arrepentimiento por lo dicho.

Coronel, mi coronel, nunca nos atrevimos —continuó diciendo después de una larga pausa. —Qué lástima, tantos años aceptando la condena, luchando contra las palabras, los gestos, los actos. Qué vida tan árida fue la nuestra, mi coronel. No he pretendido felicidad, sólo desempeñar correctamente mi papel en tu vida. Hubiera necesitado algo distinto, que me sacara de esa pasividad y eso ha sucedido hoy. Fue necesario que tu carne severa regresase de las cuestas de Junín para encender la mía.

Luego dio vuelta la cabeza. Escuchó vagamente como un arrastrar de pies descalzos. Antes que el brillo de sus ojos se extinguiese en la oscuridad, pesó: Mi coronel, nunca hubiese imaginado que para hacer el amor fuese usted mejor de muerto.

                                       Alejandro Ramón