un capitán de pesca

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Inmigrante europeo en la década del ’50, Salvador, con su decir bien castizo, era capitán de buques pesqueros de altura en el puerto de Mar del Plata.

Con solo doce años de edad había hecho el bautismo náutico embarcado en una falúa a remos para pescar merluza en las rías de su Galicia natal. Como casi todos los inmigrantes después de varias décadas, jamás perdió el acento y cuando se enojaba, falaba y pensaba en gallego.

Salvador no conocía de comodidades ni de lujos, ni siquiera, cuando recién llegado, el de usar cubiertos para comer. Desconocía la existencia de tales instrumentos y si alguna vez los había visto en su niñez, pensaba que eran cosa de ricos.

Aún tenía pegada a la piel la sal de los vientos del Cantábrico cuando en Mar del Plata embarcó de marinero con uno de los capitanes de mayor fama de la época, el italiano Renzo, dueño del buque que comandaba y que fuera ejemplo de corrección en toda la colonia pesquera. Salvador, con humildad y a fuerza de trabajo aprendió con él todo lo que debía saber, y creció a fuerza de un empecinado tesón.

Abría grandes los ojos y captaba todo. Su cabeza era una esponja y aprendía rápido; redes y demás artes de pesca para él no tenían secretos.

De ser casi analfabeto y pasar necesidades primordiales, con esfuerzo había comenzado a rendir exámenes logrando ascender de marinero, pasó a segundo pescador y después a primero, contramaestre. Sin embargo le quedaba la más difícil: patrón de pesca. Pese al titánico esfuerzo no podía llegar. Alguien lo guió hacia otra forma de lograrlo y acortar camino para evitar los temibles exámenes.

Salvador sabía todo lo que había que saber dentro de un pesquero, de hecho lo había demostrado con creces tras varias décadas de ganarse la fama de buen pescador y llegar a jubilarse.

En la libreta de embarque le asentaron el título que él ostentaba con orgullo,¨ patrón de pesca de altura¨.

Cándido con los juegos de palabras de quienes conocían esa historia, lo enredaban y nunca salía bien parado pero él ni se inmutaba.

No hables, gallego, no digas nada, que vos tenés el título porque te lo regalaron —le decía un colega en tono de chanza, las risotadas de la marinería las festejaba inocentemente como una ocurrencia propia.

¡No señor, a mí nadie me regaló nada, me ha costao bien caro! ¡Una fragata (mil pesos de la época) he pagao!

Siguieron las risotadas más sonoras.

Lo conocí ya grande, al embarcar en el mismo buque a fines de los ’70.

Pescador autodidacta y con olfato. Pícaro en los misterios de la búsqueda de cardúmenes de merluza, sabía interpretar las mentiras escuchadas por radio y algún dato de valor que se filtraba por boca de los capitanes de los demás barcos. Muchos de ellos mandaban a los incautos novatos a sitios peligrosos y embarrar las redes o pescar una variedad sin valor comercial. Su cabeza descifraba el intríngulis.

Se guiaba por métodos propios que a nadie enseñaba. No por egoísmo, porque en su simpleza no hubiese sabido cómo hacerlo.

Redar peces era una tarea competitiva y estresante, requería que todo estuviera sincronizado. Las redes se rasgaban en enganches del fondo debido al mal tiempo, después; hechas pedazos, debían repararse a bordo o usar las de repuesto si es que las había.

El ojo de Salvador, en equilibrio sobre cubierta, sabía dónde coser y cuántas mallas cortar o poner donde faltaba tejido. También calcular con qué incidencia la red de arrastre en combinación con los portones que debían atacar el agua para hacerle abrir la boca de entrada por el fondo del mar, en forma adecuada. Era la diferencia entre pescar, no poder hacerlo, romper o perder el equipo. Cuando se cobraban las redes, si la suerte no era esquiva y se estaba en el punto exacto, llegaban colmadas de peces. Hasta cuarenta toneladas podía haber, que equivalen a mil cajones que se estiban en la bodega. El buenazo de Salvador sonreía.

Viaje a viaje, que duraba menos de una semana, durante las temporadas, repetido año a año de su vida, había hecho lo mismo.En el puente de mando dentro de un cofre encristalado había una imagen, de la virgen Stella Maris, originaria de Vigo. Los marinos creyentes o no, le guardaban un respeto especial y muchos se encomendaban a ella. Cuando la suerte era esquiva y las redes llegaban vacías o enganchaba alguna piedra, Salvador montaba en cólera, se le acercaba con ojos desorbitados, lleno de rencor y de furia:

¡Eres una puta, una grandísima puta! ―y le daba coscorrones al cristal.

Pero en los momentos de bonanza cuando las redes llegaban repletas, se le acercaba con vergüenza más que respeto. Parecía adorarla, y al poner sus curtidas manos en ella, seguro le pediría perdón.

Llegaron épocas de conflictos gremiales y el sindicato de capitanes ordenó ir al paro, cosa con la que Salvador nunca estuvo de acuerdo y dijo:

No señor, no voy al paro.

No lo hacía por rompehuelgas. Él creía que si no traía pescado iba a haber gente que se moriría de hambre. Entonces cometió un pecado peor que el de los reales carneros, los que cedían a la menor presión de los armadores aunque a sabiendas que cercenan sus derechos, y no tenían idea de la pesca, él se encargó de enseñarles cómo pudo. Después, como todo conflicto que comienza, termina. Toda la flota incorporó a los antiguos capitanes y se hicieron de vuelta a la mar.

Aquí vale aclarar algo. Todo capitán debe tener buenas relaciones con los demás colegas, y en navegación la radio es el nexo. Se avisan los enganches, se miente, se hacen consultas médicas y otros menesteres, todo dentro de reglas basadas en la interpretación. Hay que tener oficio pero no se deja de depender de los otros.

A raíz de la huelga que se atrevió a romper, los otros patrones en la zona, decidieron hacerle la guerra: le cortaban la proa, lo encerraban peligrosamente y cada vez que usaba la radio, le contestaban al unísono con balidos, ¨beeehhhhh beeeehhhhh beeehhhh¨. Imposible hablar, imposible trabajar. Salvador se ponía rojo de furia porque no entendía por qué le hacían eso justo a él. Al poco tiempo, al armador ya no le convino y lo invitó a jubilarse, aduciendo necesitar gente más joven, aunque la razón fuese otra.

Antes de desembarcar, con sus pertenencias de a bordo dentro de una vieja valija de cartón, parecida a la que tal vez había traído de España, no pudo ocultar las lágrimas que le brotaron silenciosas y en torrente. En ese momento culminó su carrera, no volvió a embarcar. Pocos continuaron saludándolo.

Después de jubilarme, suelo cruzarme con él cuando por diferentes rumbos salgo a caminar y nos encontramos al azar, siempre surgen lindos recuerdos. Hace bastante que ya no lo veo. Los años pasan.

         Héctor Edgardo Scaglione

¡Un pasado no tan lejano!

 

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Un atardecer en Mar del Plata me encontré con Antonio Raggio, gran amigo y colega. Luego de los comentarios referidos a conocidos o amigos comunes. Le pregunto si estaría dispuesto a contar sobre su vida y el porqué de la profesión elegida, me responde:

Sí, estoy dispuesto con la salvedad que, por razones obvias a mi edad que algunas puedo no responderlas. Con tanta experiencia acumulada, la entrevista sería demasiado extensa o aburrida.

De acuerdo Antonio, pero con total seguridad que aburrida no ¿Lugar y fecha de tu nacimiento?

Nací en Rosario el 13 de julio de 1931.

¿Porqué elegiste la carrera de marino mercante?

Vivíamos en un lugar cercano al Paraná, y ver a los barcos por el río o amarrados a muelle, despertaron mi curiosidad y se me metieron en la cabeza, soñando que, de grande me convertiría en navegante.

¿Y quién, alimentó además ese deseo tuyo?

Soy como quien dice, hijo de los barcos, mi padre a sus doce años, junto a mis abuelos italianos, emigraron a la Argentina y solía contar hasta el cansancio, de cuando zarparon del puerto de Génova hasta arribar al de Buenos Aires. Escuchar esa odisea una y otra vez, lograba que no decayera la atención, todo lo contrario y, mientras crecía mi ansiedad le preguntaba hasta los mínimos detalles sobre aquel hecho que él también consideraba trascendental.

¿Tus comienzos como estudiante?

Hice primario y secundario en Rosario, pero mi meta era la Escuela Nacional de Náutica donde previo a ser aceptado, tuve que rendir exámenes físicos, por escrito y orales con la suerte aprobarlos en el primer intento.

¿Que otra cosa impulsó esa elección tuya?

En el último año de secundaria nos enamoramos con Liliana y nos pusimos de novios, ella, futura maestra cuando egresara de la escuela Normal, al verme tan entusiasmado con esa vocación mía, también me alentó. Y bué, cuando llegó el momento de partir Buenos Aires, el alejarnos no fue nada fácil, salvo por la firme promesa que hice de viajar los fines de semana, eso facilitó la cosa.

¿Tu llegada a la gran ciudad?

Aunque ya había estado, ahora solo y sin compartir con nadie a mi lado, ver esa enorme grandiosidad me deslumbró, todo tenía una dimensión exagerada, los edificios, la Nueve de Julio. Y tal vez por la condición a la que iba, alejado de los afectos, me tiraron un poco abajo pero tuve que fortalecerme y los míos a la expectativa de que pudiera arrepentirme.

Con mis diecinueve años recién estrenados llego en tren a Retiro y ahí nomás cruzando la avenida frente a dársena norte estaba la ENN y, algo que no había tenido en cuenta, justo al lado, está el hotel de inmigrantes donde se alojaran mis viejos al llegar de Italia.

¿Cómo fue el comienzo en la ENN?

Maravilloso, la relación con mis nuevos compañeros, descubrir las aulas que daban frente a ese inmenso río de la Plata, el gabinete de física con el piso en plano inclinado, los instrumentos para navegación astronómica, donde el viejo astrolabio hasta el actual sextante se mostraban como enigmas a descubrir, las cartas náuticas, todo era extraordinario y nuevo para mi. Así comencé.

¿Cuando te recibiste y como fue la experiencia del primer viaje?

Después de tres años de estudios intensivos, el cuarto era embarcado y en ese mi primer viaje, como una predestinación, fue al puerto de Génova, donde la Italia de posguerra se presentaba ante mis ojos en plena reconstrucción. Los pobladores agradecidos, considerando a los marinos argentinos como sus salvadores por los comestibles que les transportábamos. Se sentían, además muy orgullosos porque de sus hijos emigrantes, volvieran ahora los descendientes para ayudarlos.

¿Que recuerdos tenés sobre algún suceso que te haya marcado en o durante tus viajes?

En realidad fueron varios pero en especial uno, ocurrido durante el mes de noviembre de 1978. Habíamos arribado al puerto de Bilbao para dejar carga y continuar al mar del Norte, cuando ese mediodía, en el centro de Madrid hubo un atentado con explosivos, y tal vez por haber sido durante uno de mis viajes acompañado de Liliana, mi esposa, y al hecho que Maribel, nuestra única hija que había quedado en Buenos Aires al cuidado de los tíos, era de la misma edad que una de las víctimas. Aquel acontecimiento terrible nos marcó para siempre, cuando una bomba puesta por la ETA estalló debajo deL auto que circulaba por uno de los barrios madrileños. Viajaban una madre con la hija de doce años a quien le provocaron heridas a tal punto que debieron amputarle ambas piernas y tres dedos de una mano. Ese terrible hecho en sí mismo, además de indignar a los españoles, conmovió a todo el mundo.

Al cabo de tu larga carrera, primero como oficial, después capitán al mando de varios buques. Como una continuidad, según usos y costumbres, luego de jubilarte continuaste como práctico del Río de la Plata. Luego, la docencia que sigue ahora por otros canales, sumado a los siete idiomas que hablás a la perfección. ¿Cómo sigue tu vida?

En familia, después de más de cinco décadas de trabajo me jubilé, y ahora tengo la enorme suerte de que haya nacido Mateo, mi bisnieto y ese hecho trascendental justifica con creces el no haber vivido en vano.

 

Héctor Edgardo Scaglione

El triángulo de Las Bermudas

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Norte de Puerto Rico, Cayo Hueso y el archipiélago de Bermudas. Allí convergen las rutas marítimas desde y hasta la costa este de EE.UU.

Quienes en nuestro rumbo lo solíamos cruzar redoblábamos la atención a los cambios climáticos. Aunque subyacieran sentimientos encontrados y pese a los adelantos de navegar con instrumental preciso, y contar con máquinas confiables, eran de valor relativo. Llegado el caso no alcanzaría para contrarrestar los avatares implacable del destino.

El Triángulo del diablo o el limbo de los perdidos, así también se lo denomina. Al decir de más de un historiador alocado, emite líneas de fuerza que arrojan rayos desde las profundidades donde esta sumergida la «Atlántida», el continente desaparecido. Otros lo llaman coto de caza de alienígenas. Cada autor incluye impone su propia teoría de dudosa o imposible verificación. La cuestión es que está en nuestra ruta y en unas pocas millas más lo comenzaríamos a atravesar por la parte sur.

En broma pero no tanto, nos encomendamos al dios Neptuno, y el capitán, como todos los capitanes de buques mercantes, llevan monedas de cobre antiguas para arrojarlas al mar por barlovento con la idea de calmarlos y, a veces lo lograban.

En una noche de charlas de sobremesa, uno de nuestros ingeniosos oficiales comenzó a contar historias de viejos naufragios, tema tabú porque podría atraer a la mala suerte, pero él pareció ignorarlo y se refirió precisamente al Triángulo de las Bermudas, donde nos dirigíamos. Peroraba como al desgano, pero en seguida atrapó a la audiencia:

El número de naufragios es mayor al conocido, porque hay temor entre los armadores. Si se supiese la verdad elegirían otros puertos para recalar sus buques.

Nadie respiraba, esa aseveración era creíble.

Las fuerzas del mal, dicen, están concentradas en ese punto geográfico y de tanto en tanto cobra sus víctimas, como si fuesen criaturas destinadas a ser inmoladas.

Afirmando sus dichos con gestos ampulosos como si estuviese en un escenario y actuase para nosotros que, sonreímos solo para la foto, pero en los rostros había gestos de zozobra, el mismo que solía manifestarse al iniciar cada cruce. Aunque el resto de la audiencia dijera no creer en hechizos y fantasmas, quedamos reflexionando.

No quise seguir escuchando y me retiré a descansar. En la intimidad del camarote, quedé contemplando las figuras fantásticas que la fosforescencia del mar refleja en el techo. Demoré en dormir imaginando criaturas que surgían de las profundidades para devorar barcos y hombres, no pude conciliar el sueño.

Habíamos zarpado del puerto de Montevideo en agosto del setenta y cinco, rumbo a New Orleans. En el comedor de oficiales, después de la cena, mientras nos acompaña el ronroneo lejano y amigo de las máquinas, hacíamos planes para el arribo al próximo puerto: comunicarnos con nuestras familias a través del radioteléfono, visitar algunos puntos de interés y disfrutar del buen jazz en la Bourbon Street.

En franca navegación se nos fue acercando un buque que había zarpado de Buenos Aires y se dirigía a Norfolk. Al tomar contacto radial nos enteramos de que era de bandera panameña y la tripulación uruguaya. Luego quedaron a vista de prismáticos. Nos deslizábamos suavemente en un mar bastante calmo. Navegaríamos juntos el largo trecho de nuestras rutas coincidentes hasta los límites del triángulo. Eduardo, nuestro capitán, era conocido del otro, así que haríamos el viaje en compañía las casi dos semanas que demandaba llegar a destino. Sincronizamos velocidades para igualarnos o quedar próximos. La travesía se haría más corta. Intercambiamos diarios y revistas viejas, discos de tango y de jazz, bien embalados para que no se mojen y atados a una boya que, desde el buque se arrojaba al mar y, al aproximarse al otro, lo recogía con un gancho. Nos separaban 7200 millas náuticas de nuestro destino, gran parte insumidos en el rodeo del territorio de Brasil, hasta llegar al Mar Caribe con sus brisas cálidas.

A lo lejos las Antillas Menores eran como joyas engarzadas en un mar esmeralda, en contraste con el cielo azul profundo. ¿Ante semejante espectáculo quién podía pensar en tempestades? El otro buque picó máquinas para adelantar camino, y nos despedimos con pitadas prolongadas, deseándonos buenos vientos en la travesía y buenos arribos a puerto. Ese atardecer tomamos sol en cubierta mecidos por el suave y acompasado rolido. Más adelante corregimos rumbo para pasar al norte de Puerto Rico. Navegamos sin novedad en un mar apacible cuando apareció el jefe de radio, corriendo al encuentro del capitán que se encontraba en cubierta.

¡Capitán, el último parte indica que un huracán se está formando al sur del triángulo!

El oficial, al entregar el parte, delató un leve temblor en sus manos, que no pudo ocultar. Con el papel en mano se le pintó el gesto de preocupación. Sin responder, subió al puente en cuatro zancadas, quitó el piloto automático e hizo caer al buque ciento ochenta grados, el cual con muy buen tino modificó el rumbo para llevarlo a fondear a sotavento de Santo Domingo y aguardar el tiempo necesario a que amainara. Mientras, fondeados y al reparo.           

El buque panameño al cambiar de rumbo nos sacó una ventaja de varias horas, y ya estaría atravesando el triángulo mucho más profundamente. Eduardo se comunicó con él, pese a los ruidos de la estática y las malas condiciones atmosféricas. El uruguayo contó que navegaba en medio de una calima profunda, y por momentos, cuando aclaraba un poco no podía distinguir la línea del horizonte. A babor de una de las Antillas mayores, que estaba ante su vista, le pareció flotar en el aire. Ilusión óptica que, sumada a la lectura del barómetro que precede a los huracanes. Él, conocedor de estas señales bien podía haber evitado quedar atrapado y dentro de sus posibilidades intentar resguardarse en las islas, pero el armador, por cuestiones económicas, lo había instado a apurar la marcha para llegar a tiempo para la descarga.

Después se desvanece la comunicación con nuestro buque pero, nos quedó la esperanza de que la hubieran podido captar y ajustarse al mensaje meteorológico. El tiempo pasa, inexorable.

Eduardo, a los gritos ante el micrófono, trata de continuar una comunicación, evidentemente imposible. Los nudillos de su mano derecha están blancos de tanto apretar el pulsador del micrófono del BLU (25), y las venas de su cuello a punto de reventar cuando fuerza la voz. Después de un débil contacto, la mala emisión del capitán del buque uruguayo se desvanece totalmente y otra vez la estática surge más ruidosa.

Pasan las horas, el cielo se torna plomizo, y comienza a soplar el viento en un acompasado incremento hasta convertirse en una máquina infernal. Con las dos anclas de proa firmemente fondeadas, el buque bornea (26) hasta alinearse con la proa al viento. El agua del mar, pese a estar al reparo de la isla, vuela de las crestas de la olas y se mezcla con el viento formando una cortina impenetrable.

Cruzamos una mirada con Eduardo y un gesto de desaliento se pintó en su rostro.

—¡Si así estamos al reparo!… La radio dejó de emitir chirridos y después de un turno de guardia sin novedad, la voz del colega uruguayo, salió con toda potencia, emitiendo el pedido de auxilio que da escalofríos escuchar. Se hunde:

¡MAYDAY MAYDAY MAYDAY!

Al no contar con la información exacta de su posición geográfica, transmite el pedido de auxilio con datos estimados.

¡Estamos en medio de una tormenta, los instrumentos dan información confusa!

¡No puedo precisar rumbo… ni posición!! ¡¡No tengo visibilidad!

¡Estamos envueltos en un torbellino de agua y vientos endemoniados!

¡¡Tenemos una vía de agua en las bodegas de proa, se están inundando!!

La última vez que pudo escucharse la voz del amigo uruguayo, fue emitiendo el pedido internacional de socorro, con fuerza y desesperación:

¡MAYDAY MAYDAY MAYDAY!

La voz se distorsiona y empequeñece. Por momentos se corta unos instantes y después se silenció por completo.

En el puente del B/M ¨Luis Ferro¨ de bandera Argentina, contuvimos la respiración. Rodeados por la inmensidad oceánica, ante los designios de la naturaleza o de Dios. Nos sentimos más pequeños e impotentes. Hubiese sido preferible seguir escuchando, aunque sea el patético pedido de auxilio, pero desde los parlantes solo brota un zumbido sordo alterado por la estática. Un silencio de sepulcro se instaló en el puente de mando, nadie, ni siquiera Eduardo se anima a arriesgar una hipótesis sobre lo que pudo haber ocurrido. En la intimidad todos lo presentimos.

Esa noche continuamos fondeados y al reparo, con la vana esperanza de que los uruguayos hubiesen alcanzado a resguardarse en alguna isla. Mantuvimos el VHF y BLU encendidos y sintonizados en su frecuencia a todo volumen. Solo se escuchaba el molesto chirrido atmosférico. Después el capitán, con pesar, decidió dejar habilitado solamente el canal 16 usado para emergencias.

A la mañana siguiente, con un vibrante reporte radial de la Guardia Costera norteamericana, levanta las restricciones a la navegación en la zona. Dando aviso del posible naufragio de un buque de bandera panameña y comunica la posición estimada. Aviones y buques de la misma guardia salieron en su búsqueda, rastrearon la zona en cuadrículas y no encontraron sobrevivientes. Solo algunos restos sin identificar.

Cada cual permaneció sumido en sus propias reflexiones. Nos fue difícil aceptar el mandato del destino. Se perdieron las vidas de nuestros colegas. Jamás serían encontrados como sucedió casi siempre con las víctimas de triángulo. Nos recogimos en silencio como elevando un responso por los camaradas que ya no están. La vida continuó pero no fue la misma, el antes y el después la habían modificado.

Con una leve y desganada resaca el huracán perdía fuerzas como si nunca las hubiese tenido. Levamos anclas para continuar rumbo a nuestro destino. Ahora el mar parecía inocente.

 

Publicado en «MAR, historias de vida»

                                                                 

                           Héctor Edgardo Scaglione

La cama vacía

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Al término de sus rutina laborales, sola o con alguna amiga, Matilde va a tomar café, o a caminar por la peatonal y mirar vidrieras. El paseo suele extenderlo hasta la rambla en un intento por retrasar el regreso a casa. La inmensidad del mar, serena sus angustias.

Los hermanos que ya estaban casados, no le dejaron alternativas, alguien debía cuidar a la madre viuda y frágil de salud. Ella fue la señalada y lo aceptó como un designio inapelable.

Durante el día dos enfermeras cubren turnos para el menester, ella lo hace por las noches.

Después de un lapso la anciana empeoró quedando postrada, presa para siempre en su lecho de enferma. Dentro de la prisión del cuerpo enfermo, el cerebro arde pleno de poder y durante las noches vela insomne. Matilde, poco a poco, casi sin darse cuenta va cediendo a la presión sicológica ejercida por la anciana que, al advertir el más leve movimiento dentro de la casa, o cuando intenta ir a descansar a otra habitación, a los gritos le exige que permanezca a su lado y que no fuera a dejarla sola.

Sin ser bella luce una elegante delgadez, buenas ropas y sonrisa lánguida de tristeza acostumbrada. Se muestra hermética, inabordable. Con Emilio, pareja y compañero de trabajo complementan rutinas de juegos eróticos, carentes de brillo, mimetizados en los mismos gestos deslucidos; son parecidos en las mismas desesperanzas. Comparten un refugio de amor, triste, con sentido de culpa. Él es su última oportunidad, no puede desandar el camino y escapar a ningún lado arrastrándolo.

Se acostumbró a dormir sentada en una silla destartalada junto a la cama de la madre. Apoya la cabeza en un almohadón sobre una mesa pequeña y cierra los ojos con fuerza para apurar el sueño avaro. Al principio le resulta incómodo; contracturas cervicales y una molesta hinchazón de tobillos son el resultado que comienza a padecer.

En la semipenumbra de la habitación percibe el brillo amedrentador de los ojos de la madre; engastados en un rostro esquelético y hundido en el hueco de las almohadas, como un animal al acecho.

Las visitas de sus hermanos se espacian hasta que, con el paso del tiempo, salvo el médico, las enfermeras y ella misma, nadie volvió a trasponer las puertas de la casa.

Los fantasmas que ve discurrir por el cuarto parecen burlarse de ella. Matilde teme perder la razón. Al abrir los ojos en ese clima se encuentra siempre con el espanto de la mirada de la madre.

Afecta desde joven a la mitología griega, al releerla puede soñar. En uno de esos sueños mezquinos, de superficie, es Ariadna y él, Teseo, quien dará muerte al Minotauro. Igual que la heroína griega presiente que moriría antes que Teseo-Emilio pueda rescatarla con su barco de velas negras. Pero, como una sentencia inapelable, las pupilas de la vieja se clavan en sus ojos entreabiertos, y le impiden seguir soñando.

Pese a la pulcritud, el ambiente permanece impregnado de olores desagradables que se subliman pegados permanentemente a su nariz. Sus propios perfumes caros, apreciados por los demás, a ella le ayudaban a enmascarar los secretos.

Durante una larga vigilia, antes de abandonar la silla donde velaba vio que los ojos de su madre habían dejado de imponer autoridad, aunque un brillo póstumo le indica que sigue al mando y sus consignas continúan.

El ejercer la jerarquía profesional en un puesto directivo, aprendió a dominar emociones y, sin derramar una sola lágrima ocultó el calvario a todos, incluso a Emilio, su único sostén psicológico.

El cansancio le acentúa unas venas azules en sus sienes y al mirarse al espejo Intuye que la muerte de su madre no sería liberadora. Su omnipresente fantasma se corporiza sobre la cama vacía, lo ve deambular por la residencia para retenerla apartándola de Emilio.

Siete largos años pasaron de la muerte pero sigue apegada a sus costumbres, y nadie salvo ella misma, volvió a trasponer las puertas de la casa. Una mañana al concurrir al trabajo como lo hacía habitualmente, rara vez faltaba, tuvo una sensación de muerte mordiéndole las entrañas.

En la clínica le detectan insuficiencia renal e inmediatamente deben quitarle las toxinas que envenenan su sangre. El médico, imperativo, le ordenó internarse pero Matilde presa del pánico escapa. Acude a sus familiares, ella que nunca reclamó por nada, va en busca de ayuda. Es la primera vez que la ven llorar y quebrada. Demasiada emoción reprimida y sin destino. Quedó atrapada en la telaraña de la sinrazón al negarse a recibir atención médica.

                                                                           º

Las llamadas desde el trabajo durante las últimas horas, no las contestó, y no pudieron justificar su ausencia. Al no encontrar respuestas ni poder comunicarse con ella pese a los intentos, Emilio va a su casa. Al forzar la cerradura de entrada, y acceder de la peor manera al sitio vedado; a los secretos de Matilde mejor guardados, a su intimidad ahora violada.

Las camas hacen de guardarropas, sobre los colchones nuevos donde nadie volvió a dormir. Pilas de prendas prolijamente dobladas y cubiertas con papel de diario. Los placares colmados de buena ropa con poco uso, zapatos, carteras, pilas de periódicos y revistas en los rincones. Por enésima vez volvió a recorrer la casa descubriendo el extraño universo de Matilde. Varias veces pasó por el mismo cuarto donde la luz amortiguada lo mantenía en semi penumbras. Forzó la vista intentando descubrir algún indicio, una nota, algo que lo conecte con la realidad y poder comprender.

En un rincón frente a la cama vacía, en una silla desarticulada que no se condice con el resto del mobiliario ni con su delicadeza; está Matilde sentada. Tiene los brazos apoyados sobre la pequeña mesa destartalada y con los ojos cerrados. Instintivamente corre a su encuentro cuando va a abrazarla, se paraliza al sentir el frío hálito de la muerte, ve sobre la cama a un silente pájaro negro que parece custodiarla como si formase parte de una legión de fantasmas.

Por pedido de sus familiares, Matilde “reposa” la eternidad junto a la sepultura de su madre. Al poco tiempo, sin poder superar la tristeza, Emilio se dejó morir.

                 Héctor Edgardo Scaglione

Un lugar en el mundo

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Al pie de la colina, muy cerca del poblado, de patrulla por esa zona que reconoce de inmediato ¡Es su viejo pueblo! Y en ese instante parece despertar de una pesadilla o meterse de lleno en ella.

Anochece cuando logra eludir a los centinelas del vivac, y montando una vieja bicicleta que encuentra abandonada, le pone alas a sus piernas para alejarse rápidamente de los edificios semi destruidos y evitar francotiradores. Ansioso por llegar a la casa donde habían vivido juntos con Maia, hasta que estalló el conflicto. El corazón parece escaparse del pecho.

Cuando del ejército llegaron para reclutarlo, no hubo tiempo de despedidas. Maia quedó inmóvil, clavada al piso, sin entender qué sucedía pero, la expresión de su mirada fue el mensaje silencioso que a Andréi le quedó grabado en sus retinas y en lo profundo del alma. De inmediato junto a sus pocas pertenencias y, a una orden perentoria, sube al convoy militar que se pone en marcha hasta perderse tras las montañas.

El tiempo pasa y no vuelve a tener noticias de ella, ni siquiera una carta atrasada, nada. Cuando pregunta, le dicen que murió durante los bombardeos. Andréi nunca lo aceptó y, junto al pelotón de combate al que pertenece se propone buscarla en cada localidad que le toque recorrer, intento que lo llevará hasta la mismísima boca del infierno. Ahora está en ese infierno pero intuye que va a encontrarla.

Las calles cubiertas de cráteres y escombros. Las veredas y caminos envueltos en ráfagas de polvareda. Las viviendas en ruinas. Las personas, perros o gatos desaparecieron.

Los antiguos hangares del aeropuerto muestran peor suerte y pocos árboles a la redonda quedan en pie. En el vendaval de explosiones fueron arrancados de raíz y esa destrucción mancha el panorama con un barniz de caos. La desolación se adueña del lugar e impera hasta donde alcanza la vista.

Como si cargara el mundo a sus espaldas, permanece largas horas sentado sobre los escombros de la que fuera su casa, mientras las lágrimas se deslizan por sus mejillas hasta caer sobre el polvo reseco, a sus pies.

El tiempo transcurre sin percepción para él. Anochece en el pueblo fantasma, que ahora, iluminado por la luna, muestra una pátina extraña, como un sudario que lo envuelve y marca senderos de luz mortecina. A lo lejos el retemblar de los cañones indica que la guerra, omnipresente, continúa y el olor a muerte predomina en cada rincón, brota de la tierra en oleadas de viento caliente y desde el grito mudo de las bocas abiertas de los cadáveres.

Sobrecogido de rabia, el dolor le atenacea el pecho que casi le impide respirar, excede lo físico. Se sostiene para tomar aliento. Aunque sus esperanzas se quiebran, no desfallece, debe continuar la búsqueda.

Cautivo de los pensamientos vaga por los arrabales sin rumbo hasta llegar a los confines del pueblo. Cuando amanece retorna al cuartel, pasa muy cerca de los edificios en ruinas como si deseara ser alcanzado por una bala redentora.

Feroz con sus enemigos combate a brazo partido, sin dar ni pedir cuartel, envuelto en esa vorágine de locura, lucha buscando morir. En el fragor de la batalla es alcanzado por un proyectil; acusa el golpe y cae inconsciente, se desangra. Viktor, amigo y compañero, esquivando disparos lo lleva a rastras a un lugar seguro.

Ya a salvo, abre los ojos, no siente dolor, pero está raro, tal vez por los efectos de la morfina que acaban de inyectarle.

Lo atienden en el hospital improvisado en la misma escuela que concurriera de niño donde, hasta no mucho tiempo atrás, había disfrutado de los recreos poblados de bromas y risas con sus compañeros.

Ahora los heridos y mutilados aúllan de dolor, y la sangre de los cadáveres mezclada con la de los moribundos, son un río púrpura que se escurre hasta las rejillas del patio. Lo sorprende ver flameando al tope del mástil, a la bandera de la Cruz Roja, y no la suya, la de su patria. Después pierde el conocimiento.

Pasan los días y la trasladan lejos de los frentes de batalla, que van bajando de intensidad hasta casi desaparecer, solo el encuentro indeseado con guerrilleros y francotiradores emboscados.

Al cabo de tres años de pesadilla, las negociaciones de paz comenzaron a duras penas. Víktor, su cable a tierra, le cuenta qué sucede puertas afuera del hospital. Tratando de infundirle ánimos y que mantenga la esperanza de encontrar a Maia.

En un incesante movimiento de refugiados, muchos se alegran con los anhelados reencuentros propios y ajenos, compartidos. Para otros, las pérdidas irreparables son expresadas con un dolor visceral. Antes, el miedo y la lucha por la supervivencia les habían blindado esos sentimientos, ahora son expresados sin complejos y con llanto incontenible.

Con los miembros inferiores paralizados considera que está perdido y desde lo profundo de sus pensamientos decidió no continuar viviendo. No soporta la ausencia de Maia, aunque una corazonada le indica que algún día va a encontrarla; entonces maldice haberse salvado y que pudiera verlo disminuido.

La voz del cirujano jefe, logró traerlo a la realidad:

¡Te vamos a operar Andréi! —lo mira con rabia, sin contestarle, es demasiado elocuente decirle que no cree en milagros.

El médico, comprensivo, le acarició afectuosamente la cabeza y en ese gesto sintió una calidez olvidada, volvió a hacerlo sentir como persona.

Después de una larga convalecencia comienzan las rutinas de rehabilitación. Intenta los primeros pasos, al principio es un juego, un pasatiempo para no aburrirse.

Apenas siente las piernas, pero gracias a la ayuda invalorable que le brindan en el hospital, avanza, poco a poco. Aunque sin creer posible volver a ser el que era, pero llega a considerarlo un reto, un verdadero desafío.

Tendría que poder… ¿por qué no?

En cada esfuerzo, renacen las ganas y con afán de superar miserias esta dispuesto a no dejarse derrotar.

Durante las pesadas sesiones de masajes y rehabilitación, llegan al hospital enfermeras nuevas y, entre ellas una que reaviva las expectativas. Su corazón se acelera, pero no, no puede ser posible. Esta viva en sueños recurrentes y no quiere despertar.

La figura a contraluz, disfuma el contorno del cuerpo. Esta de espaldas a unos pocos metros. Concentra los ojos sobre la nuca, el nacimiento del cabello, un lunar. En esa pequeña distancia recorre cada detalle, hasta puede percibir su perfume.

En el silencio fantástico que reina en la sala, siente la propia respiración y, resueltamente dirige los pasos a la que cree que es ella.

Sus piernas cobran vigor, se deslizan sin dolor ¡Corre!

Maia, gira la cabeza y se encuentran.

                Héctor Edgardo Scaglione

LA HOJA EN BLANCO

Al nacer somos una hoja en blanco, enseguida aprendemos, nos volvemos sabios, después nos educan para olvidar y enmascaramos la sabiduría. Camino de regreso en la vida intentamos recuperar aquella antigua sapiencia, pero solo están los viejos recuerdos y la imaginación. Con ese mínimo, las palabras serán nuestro órgano de expresión, todavía invisibles en la hoja en blanco. Descubrirlas, animarlas a que broten como plantas, como hijos, que se agrupen que se ordenen, que obedezcan al ritmo de quien las va sacando a luz, que comiencen a decir y tengan vida propia.

Darle un sentido al hoy, al ahora. Animarse con el futuro, arrancar risas, lágrimas pergeñar una idea, comunicar el amor, o con el peligro de ser filosa como una daga y herir hasta matar o hacer que otro mate en pos de un ideal inventado.

Palabras que brotan de una hoja en blanco. Gotas de sudor y lágrimas de impotencia mojan esa hoja en blanco, absortas de miedo e indecisión quedan enredados aún en bruto entre las fibras del papel. Es un diamante que desea ser poseído como la mujer amada pero que aún faltaba la frase que pueda conquistarla.

                   Héctor Edgardo Scaglione

La piqueta demoledora

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Década de los años ‘60, en Mar del Plata se pone en marcha un ambicioso proyecto urbanístico, que hará cambiar a la ciudad para siempre. Y a toda prisa comenzará a elevar su nivel a las alturas.

El engendro mecánico para demoler hace temblar el piso como si fuese un terremoto. Y el polvillo producido por la destrucción se filtra en todos los rincones, mientras, en medio del estruendo caen señoriales chalets, como castillos de naipes. Desaparece lo viejo sepultando parte de la historia.

Los obreros montados en sus bicicletas llegan desde diferentes puntos de la ciudad. Se los ve desde la loma de Colón y a lo largo de la avenida, vistiendo sus overoles multicolor, van rumbo a las obras o a sus casas.. Al culminar el día de trabajo dan una última mirada al mar que va quedando a sus espaldas. Al otro día será lo primero que vean y esa imagen reconfortante, a los italianos los hace sentir cerca de su lejana tierra y a los criollos, la novedad los atrapa en la ciudad para siempre.

Un matrimonio mayor que vive en una de las tantas mansiones condenadas, pese a la intimación y el avance implacable de las máquinas demoledoras, se resisten al desalojo. Quedaron solos, aislados dentro del único chalet que sobresale como una isla. Del inmenso caserón utilizan solo las habitaciones indispensables, el resto se mantiene incomunicado. Comparten una cocina pequeña donde cada cual prepara su propio sustento y comen juntos, aunque dándose las espaldas. Habitan el pequeño espacio sin dialogar, sin mirarse, se espían, siempre que pueden se sabotean. Sofía bebe alcohol delante de él como desafiándolo. Hermes aparenta ignorarla.

Habían comenzado a distanciarse por pequeñeces y realimentaron resentimientos achacándose culpas mutuas, con un rencor a fuego lento del que no pueden prescindir el uno del otro, se necesitan, los une el espanto de un odio vital a cada instante y no conciben continuar la vida separados.

Cuando jóvenes abonaron la tierra fértil de sentimientos juramentados de amor eterno, y el chalet fue refugio de una ternura demencial. Pero el tiempo pasa demasiado rápido y las emociones se trastocan hasta convertirse en un infierno propio, compartido y esencial. La destrucción que los circunda, y que también amenaza con arrasarlos, es una metáfora de ellos mismos.

Los obreros vacilan dudosos ante la última construcción que queda en pie, sacuden la cabeza sin entender. Aunque esperan alguna solución lo antes posible y que los viejos abandonen ese chalet de una vez por todas. Pese a haberlo intentado nunca pudieron acceder, chocan con la cerrazón implacable de ella o el cinismo de él, impidiendo cualquier acercamiento.

Al acortarse los tiempos, por correo les llegó un perentorio aviso de desalojo. Si no accedían, la fuerza pública se encargaría de ellos, Hermes sonríe, y antes que Sofía pudiese ver el contenido del sobre marrón, lo destruye.

Mientras, el avance implacable de la piqueta allana los alrededores como si fuese tierra arrasada o un desierto de polvo blanco. Junto con las viejas mansiones se borran las historias de los viejos moradores, pioneros y personajes notorios. Ahogando los gritos de esos espíritus que en el último instante parecen brotar de las paredes para no morir del todo, se niegan a desaparecer.

La defunción de las antiguas construcciones marcan el propio fin de la pareja, que también esta condenada a la piqueta que se agazapa como la muerte.

Llega el fin de semana, los capataces suspenden la máquina de demoler y la acomodan rodeando al último baluarte. Ahora la gran maza de la piqueta apunta al dormitorio de ella y a primera hora del lunes sería el primer golpe.

Sofía y Hermes ya no tendrán tiempo para concentrarse y continuar sus acosos mutuos. Quedaron solos, cada cual en su habitación, sin saber qué hace el otro, miran a través de las ventanas. Ese domingo, como si hubiese habido un acuerdo tácito entre ellos, transcurre sin hostilidades. Sofía en su habitación logra reconstruir el papel y el sobre marrón destruido por Hermes. El silencio es denso y duele como la soledad que los invade hasta llegar al alma, callan. Los gorriones ya no revolotean por el jardín, desaparecieron junto a los últimos árboles arrancados de raíz, tampoco hay niños ni vecinos. Esa parte de la ciudad se asemeja a el día después de un bombardeo, todo es desolación.

Desde lo más elevado de la loma de Colon ven pasar los autos por el Boulevar Marítimo, sus ocupantes, anónimos ignorantes del drama que viven en el único chalet rodeado de máquinas amenazantes, se asoman curiosos por las ventanillas.

El capataz al mando de la cuadrilla llama para darles el ultimátum y ayudarlos a alejarse del peligro. Al no tener respuesta optan por derribar la puerta. Nadie pretende entender pero intuyen que los viejos, tal vez, aprovecharon la última oportunidad que tenían, se pusieron de acuerdo y abandonaron la propiedad.

Entran a golpes de ariete para derribar la puerta de entrada. Una vez adentro el polvillo que ahora lo invade todo marca los pasos de los invasores. No hay huellas dejadas por sus habitantes y los muebles aparecen cubiertos por un fino polvillo como si hiciera mucho tiempo nadie los tocó.

En la habitación las camas están prolijamente hechas como si nadie las hubiese usado en mucho tiempo.

       Héctor Edgardo Scaglione

 

La nueva vecina

Apenas llega al barrio, lo conmociona, tiene un cuerpo espectacular y se viste en forma llamativa. Al encontrarnos aquella primera vez, la atracción fue mutua. Nos miramos, ella en respuesta entornó los ojos tal como si fuese una caricia y sonrió.

Después, entró a su casa yo continué media cuadra hasta la mía, quedando a la espera de un fortuito próximo encuentro.

Al tiempo, como un milagro se dio, y al verme dirigió un:

¡Hola, qué tal! —para mi interpretación, cargado de promesas.

Con pasos ondulantes, como si se deslizase, pasó a mi lado dejando una estela perfumada, quedé sin palabras, una emoción profunda me conmovió hasta los huesos, solo alcanzo a mirarla embelesado, pero los deseos de llegar más lejos comienzan a torturarme, no podía sacármela de la cabeza. Hasta que en el transcurso de una tarde lluviosa, mientras coincidimos bajo el toldo de un comercio, a la espera de que amaine. Muy próximos uno del otro, pude sentir su aliento húmedo y la dilatación rítmica del pecho como si su corazón, igual al mío se hubiesen desbocado. Deseaba que nunca pare de llover pero, como todas las cosas buenas terminan, ésta, como una fatalidad, también terminó. Cuando se preparaba para alejarse me dirigió esa sonrisa mágica tan de ella, donde convergían todas las promesas de amor conjugadas en un instante.

Pensé… ¡Está conmigo!

Ahora bajo una tenue garúa, se alista a continuar su camino, abre el paraguas con elegancia. Siento que el mundo se me desploma, y dentro de mí cabeza comienzan a encenderse fuegos artificiales. Si no la detengo en este momento me muero, y no pude contenerme. Quería concitar su atención y no supe cómo, entonces con un impulso más reactivo que analítico, la tomo del brazo.

Me dice:

¡¡Pará, loco, que estás haciendo!!

Al cerrar mi mano sobre su antebrazo ¡Oh sorpresa! lo noté musculoso y su voz ya no sonaba suave y cantarina, era crispada y además, para mi sorpresa, del mentón le afloraba una incipiente e indiscreta sombra de barba.

Sin decir nada, dí media vuelta y comencé a alejarme.

¡No tomes a mal mi enojo, no se tu nombre, disculpá vení vamos a conversar!

Quedé mudo y mis pasos se aceleraron para tomar distancia y sacarme ese confuso regusto amargo.

                      Héctor Edgardo Scaglione.

Golfo de México y río Misisipi

LUIS FERRO

A mediados de agosto del ´76, de Buenos Aires volé a Montevideo para embarcar en el “Luis Ferro” y desde allí zarpamos rumbo a Nueva Orleans, con carga de melaza para la Pepsico.

Al ingresar al mar territorial de EE.UU, como es costumbre nos aborda un patrullero de la Guardia Costera, se acodela a una de nuestras bandas, y sin pedir permiso embarcan para inspeccionar el buque. Clausuran despensas y cámaras frigoríficas, debido, decían, a la mosca paraguaya de las verduras, frutas, y los huesos de la carne argentina considerando que podían tener aftosa. De modo que nuestro mayordomo utiliza los víveres otorgados por los proveedores locales.

Desde el Golfo de México nos acercamos a las bocas del delta del Mississippi, embarcamos Práctico para remontar los 150 kilómetros de río hasta Nueva Orleans. Al tomar puerto, las autoridades aduaneras, luego de verificar que todo esté en orden, nos proveen pases para poder circular dentro del territorio norteamericano y autorización para el desembarque.

En puerto, los oficiales cubrimos 24 horas de guardia por 48 libres, tiempo suficiente para visitar y conocer lugares de cada país que visitamos. Por las noches al French Quarter en la Bourbon street, a ver y escuchar el más puro jazz en la estridencia de trompetas, saxos, trombones y la inefable tabla de lavar que tocaban con dedales metálicos.

Eran lugares donde reinaba el humo de cigarrillos y enormes cucarachas que campeaban por el piso de las que no nos quedaba más remedio que acostumbrarnos y, una mezcla en el ambiente de sudoración rancia resultante de la mezcolanza de razas y tabaco, pero que producían un deleite a ojos y oídos que bien valía la pena.

Al cementerio cercano, se llegaba en el clásico tranvía verde y ruidoso y, aunque suene macabro ver la ceremonia de un entierro es único en el mundo. Músicos negros vestidos de smoking blanco, rigurosamente ordenados, marchaban delante del féretro interpretando spirituals. Detrás y al ritmo lento y doliente seguían otros cerrando el séquito. Hombres viejos y achacosos que apenas se pueden mover, con el ritmo en la sangre desfilan con un fuego que no extinguía la muerte. 

En las veredas frente a los boliches, chicos negros, por unas monedas, bailan descalzos, al ritmo de la música que se filtra desde adentro, cantan haciendo contorsiones exageradas emulando a los artistas mayores, a quienes espían, tal vez soñando hacer lo mismo cuando crezcan. Y muchos de los veteranos, según cuentan, comenzaron así

Antes de comenzar las funciones, desde cada boliche, sale una bailarina en paños menores moviéndose al ritmo del jazz, recuerdo una en especial, con sus inmensos senos desnudos los hace girar en un sentido y en otro, para luego desaparecer absorbida en la oscuridad del interior. Otras más pudorosas lo hacen asomándose a una ventana. Eran los anzuelos para atrapar espectadores que, sin analizarlo demasiado, se zampaban de cabeza para ver algo más que jazz.

Completa la descarga, partimos rumbo al puerto de Batón Rouge, por el Misisipi 130 kilómetros más al norte, donde había poco para ver. Completada nuestra tarea allí, pusimos rumbo al golfo y de ahí a Houston, Beaumont y Galveston a tomar cargas de azufre y otros productos químicos que generalmente a los buques de línea no les interesaba transportar por su condición de alta peligrosidad y características corrosivas para el casco. Desde aquí cruzamos el golfo de México hasta Tampa en la península de Florida, para completar e iniciar la vuelta rumbo sur hasta Cuba, luego Santo Domingo, la Fosa de Puerto Rico. Al este de las Antillas Menores navegamos a la vista de costas, luego con rumbo a Natal en Brasil tomamos contacto visual con las hermosas y muy extensas costas en sus miles de kilómetros exuberantes de playas. Los vientos alisios cercanos a la costa, son como una ayuda extra para acercarnos a casa a mayor velocidad.

El jefe de máquinas, Federico Rabuini, tipo alto, pintón, de bigotes retorcidos al estilo del socialista Palacios, pero con rasgos autoritarios. Yo, con mis treinta y algo, con pocas pulgas, tal vez porque ya comenzaba a ejercer como jefe en buques de menor porte.

Había acabado de rendir un posgrado en la Escuela Nacional de Náutica y, dada la urgencia del embarque, me esperaban en Montevideo así que desde la ENN fui al aeroparque sin poder despedirme de mi familia.

A mi jefe recién lo conocí al llegar y, lamentablemente desde un principio tuvimos una relación no buena. En mi carácter de primer oficial solía mandar a hacer trabajos que, muchas veces, los consideré innecesarios y, sin que él lo supiera, ordenaba hacer otros que sí valían la pena, hasta que un día notó el cambio. Encrespado y de muy mal talante me retó:

─¡Los trabajos que le ordeno que haga, los debe cumplir sin chistar! ¿Por qué no hizo lo que le mandé?

Nunca hubiera esperado esa reacción de él pero, debía responder.

─Porque no se justifica hacerlo, jefe ―a los gritos comenzó a tutearme:

─Lo que yo te mando hacer lo cumplís, aunque no sirva ¿entendiste?

─No estoy de acuerdo pero, le explicaré por qué ─sin convencerlo, por supuesto.

En la consola de máquinas, a prueba de ruidos, donde se encuentran los comandos, y control de los mecanismos frente a unos grandes ventanales que visualizan la sala de máquinas. Comenzamos a discutir fuerte.

Estábamos en plena navegación así que mandé a mi ayudante afuera de la consola porque la escena se ponía complicada.

─Mirá bien ¡ TE VOY A ENSEÑAR QUIÉN MANDA AQUÍ! —se me acerca a grandes zancadas con los puños cerrados y el rostro desencajado.

─¡Pare ahí jefe! ─le dije. Yo tuve calle que me dio armas, y además de ver venir el golpe que no tendría que ser.

Sorprendido se detiene en seco, quedamos a un paso de distancia sin interrumpir el cruce de miradas chisporroteantes, mientras masculla.

─Me estoy poniendo viejo, carajo. 

Da media vuelta y se aleja a grandes zancadas, como era su costumbre.

Me inspiró cierta ternura, no supe si reírme o darle un abrazo. 

La cuestión quedó ahí, rebotando sin llegar a una solución, pero a Federico no le podía tener bronca, era un viejo calentón, pero sin mala leche. Y hablando de leche, llevaba una buena provisión de quesos camembert que adoraba pero que apestaban la heladera de la repostería de oficiales donde los guardaba, y por ende a los postres que consumimos diariamente, así que, como bajo nuestro pedido hubiese sido imposible que aceptara retirarlos, oficiando de discóbolo se los tiré olímpicamente al mar. Bufaba y puteaba como un energúmeno al no encontrarlos pero, si sospechó de mí nunca lo dijo. Para él podría haber sido cualquiera aunque, seguro hubiese intentado trompearme si me pescaba in fraganti.

En este mismo viaje de ida, había sucedido lo del Triángulo de las Bermudas que nos dejó a todos sensibilizados, aunque tratamos de mantener blindados nuestros sentimientos.

Al llegar a tierra los conflictos entre el personal de a bordo y en navegación, si no son insalvables, se olvidan prevaleciendo el espíritu solidario de camaradería, típico de la gente de mar. Cuando no hay mala leche y eso rara vez sucede, las intemperancias se arreglan a bordo y nada trasciende a las oficinas en tierra.

En el momento de enfrentar a Rabuini al despedirme, me mira torcido y dice:

─Andá ahora al Centro de Máquinas y contales todo, denunciame —y seguidamente pasó de nuevo al trato coloquial y educado —cuéntele lo mal que lo traté.

─No Don Federico, usted no es mala persona, y yo no soy alcahuete, además, de verdad, aunque usted no lo crea, yo lo aprecio.

Me mira sorprendido, se le humedecen los ojos y, emocionados nos confundimos en un abrazo, quedando ahora sí, realmente amigos. Pasaron los años y se vino con la familia a vivir a Mar del Plata y, ya jubilados al cruzarnos de vez en cuando o coincidir en alguna reunión, siempre, antes o después de saludarnos, con una sonrisa solíamos preguntarnos: ¿Te acordás del Luis Ferro? Hasta el fin de su vida me sentí honrado con su amistad.

Así fueron las cosas, llegamos el 18-11-76 a Puerto Madero, amarramos en el espigón cuatro. Desembarcando en seguida para llegar a casa con el medio de transporte más rápido, fui a Constitución y tomé un “Costera Criolla” deseoso de ver a los míos, y quedarme lo más posible con ellos.

                                      Héctor Edgardo Scaglione